Los Vázquez.
Toqué
el timbre de la casa y de lejos escuché un tranquilo y amable: “¡Ya voy!” que,
con frágil pero firme paso, se acercaba para dar la bienvenida a la visita.
Abrió la puerta y reaccionó de la manera que solo ella sabe reaccionar. Dolores
me envolvió en sus brazos, helándome el alma con la más efímera dulzura. Una de
sus ancianas manos agarró sutilmente la mía llevándome hasta el salón mientras
me contaba las ganas que tenía de volver e verme. Yo también deseaba verles,
para mí no es solo un trabajo, es más que eso, mucho más. Una vecina suya les
recomendó mi asistencia. Al principio no sabía si lo haría bien, nunca antes
había cuidado ancianos, y menos como Don José. Cuidarle a él era como cuidar a
un niño. Por Lola no tenía que preocuparme tanto, ella seguía como siempre,
estupendísima. Don José se pasaba la mayoría del día en su silla de ruedas. Ya
casi no hablaba bien, más bien balbuceaba. Desgraciadamente la edad no perdona…
Llegamos
al salón donde se encontraba él. Estaba sentado donde lo ha estado siempre,
mirando fijamente su reflejo en la tele, escuchando el suave tic tac de un
reloj.
– ¡Don José!- Exclamé.
Reconoció
mi voz. Lentamente giró la cabeza y demostró su alegría con unos lacrimosos
ojos que me miraban fija y apaciblemente. Un ligero ruido se escapó de entre
sus labios, él sabía que yo deduje lo que quiso decir, ¡vaya si lo sabía! Me
acerqué a él y le comente la alegría que sentía al estar con ellos de nuevo.
Dolores
entró en la sala con un buen plato de sopa, el pobre no podía comer más que
comida triturada o líquidos…
-¿Has visto que sorpresa más
grande? ¡Julia ha venido a visitarnos antes de lo previsto!- dijo mientras
colocaba el plato de sopa en una bandeja con patas delante de su marido para
poder darle bien su comida. En ella, un vaso con agua y un montón de pastillas,
esperaban impacientes a que el plato principal del manjar les acompañara para
saciar el estómago de aquel maravilloso hombre. Intenté que me dejara darle yo
de comer pero Dolores insistió que no quería aguarme mi último día de
vacaciones.
Después de estar un rato disfrutando de su
compañía, volví a casa para descansar, pues mañana me tocaba trabajar ¡y qué
trabajo!
***
Sonó
mi despertador y me prepararé para iniciar un nuevo día en mi vida. Llevé a mi
niño a la escuela y me dirigí a trabajar. Llegué a casa de los Vázquez, toqué
el timbre y de lejos escuche un tranquilo y amable: “¡Ya voy!”.
***
Ya
llevaba una semana de trabajo, esa mañana mi hijo iba de excursión a una
granja-escuela, por lo que tuve que ir a trabajar mucho mas tarde de lo
habitual.
Llegué sobre las 10 de mañana. Me
sorprende como Lola puede ella sola sacar a su marido de la cama y sentarlo en
su silla de ruedas. A veces no hacen falta pesas para llegar a levantar algo. ¿No
dicen que el amor mueve montañas?
Cuando
llegué, Dolores estaba terminando de cocinar otro rico caldo de cocido. Preparé
la bandejita de Don José y se la acerqué a su trono real. Todo estaba listo, solo
faltaba el plato principal. Fui a la
cocina y con mucha cautela, recogí ese plato que deposité entre el agua y sus
medicamentos.
–“Tenga cuidado no se vaya a
quemar”- bromeé sutilmente. Esperé lo suficiente para que el plato se enfriara
un poco, agarré la cuchara, la llené de aquel exquisito caldo y me dirigí con
firmeza a darle la primera cucharada.
-¡Que
aproveche!- No hubo respuesta, no abrió la boca. –“Vamos Don José, ¿No tiene
hambre?”- Le dije mientras le observaba fijamente y, al mirarle, me percaté de
algo que cambiaría ese día.
No pestañeaba. Le coloqué el dedo
debajo de su aguileña nariz. No respiraba. Grité su nombre, Dios sabe que lo
grité, lo hice desesperadamente, angustiada, anonadada por lo que mis ojos
veían y mi corazón no se atrevía a confirmar.
Dolores
vino a ver que era tal alboroto. Se lo conté, le conté lo ocurrido. Intentó tranquilizarme,
me dijo que solo estaba durmiendo, que pronto despertaría. Mis lagrimas y
gritos solo regaban la desesperación que me crecía por dentro, atravesaba todo
mi interior y rompía la alegría que desvaneció de mi cuerpo, como lo hizo la
vida de aquel pobre anciano, de aquel vividor.
***
La
negra y turbia noche cubría el cielo. Su cuerpo se hallaba en el ataúd, su
nueva silla de ruedas.
***
El
tiempo comenzó a rugir. Lluvia, truenos. Dolores no apareció en toda la noche…
***
Al
día siguiente me acerqué a la casa de los Vázquez, quería ver como estaba
Dolores. Toqué el timbre de la casa y de
lejos escuché un tranquilo y amable: “¡Ya voy!” Me abrió la puerta y me dio
otro de sus abrazos. Con mi mano cogida caminamos hacia el salón, le pregunte
que cómo se encontraba.
-“Bien”-, me contestó.
Entramos
al salón me invitó a sentarme con ella, pero mi mente y mi mirada estaba
dirigida hacia otro sitio. Una vacía silla de ruedas estaba depositada en el
sitio de Don José. Junto a ella, una bandeja con patas que sobre esta,
albergaba una gran variedad de pastillas, un vaso de agua, y un buen plato de
caldo de cocido. Aquel mejunje de pollo y verduras estaba aún ardiendo, recién
hecho, esperando ser comido.
- ¿Has visto la nueva mesita de mi marido?- Me preguntó
sonriente mientras miraba uno de esos programas del corazón. -¿Se ha terminado
ya su sopa?- recalcó haciendo que me pregunte qué estaría ocurriendo en esa
anciana cabeza…
- Si. Ya ha terminado.
Se
levantó, recogió el plato y dijo:
–“Últimamente no come mucho
¿sabes?”
Una triste pero entusiasta
sonrisa nació de entre mis mejillas. Don José siempre ha estado con nosotros y
siempre lo estará.
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