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martes, 5 de junio de 2012

Los Vázquez


Los Vázquez.


Toqué el timbre de la casa y de lejos escuché un tranquilo y amable: “¡Ya voy!” que, con frágil pero firme paso, se acercaba para dar la bienvenida a la visita. Abrió la puerta y reaccionó de la manera que solo ella sabe reaccionar. Dolores me envolvió en sus brazos, helándome el alma con la más efímera dulzura. Una de sus ancianas manos agarró sutilmente la mía llevándome hasta el salón mientras me contaba las ganas que tenía de volver e verme. Yo también deseaba verles, para mí no es solo un trabajo, es más que eso, mucho más. Una vecina suya les recomendó mi asistencia. Al principio no sabía si lo haría bien, nunca antes había cuidado ancianos, y menos como Don José. Cuidarle a él era como cuidar a un niño. Por Lola no tenía que preocuparme tanto, ella seguía como siempre, estupendísima. Don José se pasaba la mayoría del día en su silla de ruedas. Ya casi no hablaba bien, más bien balbuceaba. Desgraciadamente la edad no perdona…

            Llegamos al salón donde se encontraba él. Estaba sentado donde lo ha estado siempre, mirando fijamente su reflejo en la tele, escuchando el suave tic tac de un reloj.

 – ¡Don José!- Exclamé.
            Reconoció mi voz. Lentamente giró la cabeza y demostró su alegría con unos lacrimosos ojos que me miraban fija y apaciblemente. Un ligero ruido se escapó de entre sus labios, él sabía que yo deduje lo que quiso decir, ¡vaya si lo sabía! Me acerqué a él y le comente la alegría que sentía al estar con ellos de nuevo.

            Dolores entró en la sala con un buen plato de sopa, el pobre no podía comer más que comida triturada o líquidos…    
-¿Has visto que sorpresa más grande? ¡Julia ha venido a visitarnos antes de lo previsto!- dijo mientras colocaba el plato de sopa en una bandeja con patas delante de su marido para poder darle bien su comida. En ella, un vaso con agua y un montón de pastillas, esperaban impacientes a que el plato principal del manjar les acompañara para saciar el estómago de aquel maravilloso hombre. Intenté que me dejara darle yo de comer pero Dolores insistió que no quería aguarme mi último día de vacaciones.          

 Después de estar un rato disfrutando de su compañía, volví a casa para descansar, pues mañana me tocaba trabajar ¡y qué trabajo!

***

            Sonó mi despertador y me prepararé para iniciar un nuevo día en mi vida. Llevé a mi niño a la escuela y me dirigí a trabajar. Llegué a casa de los Vázquez, toqué el timbre y de lejos escuche un tranquilo y amable: “¡Ya voy!”.

***

            Ya llevaba una semana de trabajo, esa mañana mi hijo iba de excursión a una granja-escuela, por lo que tuve que ir a trabajar mucho mas tarde de lo habitual.

Llegué sobre las 10 de mañana. Me sorprende como Lola puede ella sola sacar a su marido de la cama y sentarlo en su silla de ruedas. A veces no hacen falta pesas para llegar a levantar algo. ¿No dicen que el amor mueve montañas?
            Cuando llegué, Dolores estaba terminando de cocinar otro rico caldo de cocido. Preparé la bandejita de Don José y se la acerqué a su trono real. Todo estaba listo, solo faltaba el plato principal.  Fui a la cocina y con mucha cautela, recogí ese plato que deposité entre el agua y sus medicamentos.
–“Tenga cuidado no se vaya a quemar”- bromeé sutilmente. Esperé lo suficiente para que el plato se enfriara un poco, agarré la cuchara, la llené de aquel exquisito caldo y me dirigí con firmeza a darle la primera cucharada.
-¡Que aproveche!- No hubo respuesta, no abrió la boca. –“Vamos Don José, ¿No tiene hambre?”- Le dije mientras le observaba fijamente y, al mirarle, me percaté de algo que cambiaría ese día.
           No pestañeaba. Le coloqué el dedo debajo de su aguileña nariz. No respiraba. Grité su nombre, Dios sabe que lo grité, lo hice desesperadamente, angustiada, anonadada por lo que mis ojos veían y mi corazón no se atrevía a confirmar.

            Dolores vino a ver que era tal alboroto. Se lo conté, le conté lo ocurrido. Intentó tranquilizarme, me dijo que solo estaba durmiendo, que pronto despertaría. Mis lagrimas y gritos solo regaban la desesperación que me crecía por dentro, atravesaba todo mi interior y rompía la alegría que desvaneció de mi cuerpo, como lo hizo la vida de aquel pobre anciano, de aquel vividor.

***

            La negra y turbia noche cubría el cielo. Su cuerpo se hallaba en el ataúd, su nueva silla de ruedas.
***

            El tiempo comenzó a rugir. Lluvia, truenos. Dolores no apareció en toda la noche…

***

            Al día siguiente me acerqué a la casa de los Vázquez, quería ver como estaba Dolores.  Toqué el timbre de la casa y de lejos escuché un tranquilo y amable: “¡Ya voy!” Me abrió la puerta y me dio otro de sus abrazos. Con mi mano cogida caminamos hacia el salón, le pregunte que cómo se encontraba.
-“Bien”-, me contestó.

            Entramos al salón me invitó a sentarme con ella, pero mi mente y mi mirada estaba dirigida hacia otro sitio. Una vacía silla de ruedas estaba depositada en el sitio de Don José. Junto a ella, una bandeja con patas que sobre esta, albergaba una gran variedad de pastillas, un vaso de agua, y un buen plato de caldo de cocido. Aquel mejunje de pollo y verduras estaba aún ardiendo, recién hecho, esperando ser comido.

- ¿Has visto la nueva mesita de mi marido?- Me preguntó sonriente mientras miraba uno de esos programas del corazón. -¿Se ha terminado ya su sopa?- recalcó haciendo que me pregunte qué estaría ocurriendo en esa anciana cabeza…

- Si. Ya ha terminado.

            Se levantó, recogió el plato y dijo:
–“Últimamente no come mucho ¿sabes?”

Una triste pero entusiasta sonrisa nació de entre mis mejillas. Don José siempre ha estado con nosotros y siempre lo estará.

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